miércoles, 11 de noviembre de 2015

¿Y QUIEN CARAJOS ES MICK JAGGER?

Fernando España



Qué nadie sepa tu nombre
y que nadie amparo te dé…

Andrés Caicedo

Revelan las rojas lenguas, como la diseñada por John Pascher en 1971 para el álbum “Sticky Fingers”, cuya portada para los Stones compuso Andy Warhol, qué Mick Jagger tiene su corazoncito “salsero”, como lo tenía Marlon Brando, quien adonde quiera que iba, entre su equipaje, introducía su bongó, como el descubierto por Edgar García Ochoa, Flash, entre las manos y piernas del actor más famoso del mundo durante el rodaje de Quemada, tras treparse de cuatro a cinco días por semana al techo de la casa vecina a donde residía con la misión de redactar una crónica “íntima” para el Diario de la Costa, ya que su vida era todo un misterio en Cartagena, “se la pasaba tocando bongoes” así como fumando marihuana, acompañado por “una persona idéntica a él y quién hacía las veces de doble. Casi siempre salía de la residencia el otro y no el actor, y luego, al rato, salía él”.

O como explicarse que en el himno stoniano, “Sympathy for the Devil”, el mismo sobre el que se rumora que Ray Barreto tocó las congas en la versión original, Jagger se suelta, de vez en cuando, a tocar las indianas maracas pese a sus limitadas habilidades para “tañer los cueros”, iguales a las que utiliza en el vídeo de Hey Negrita, disfrazado, todo verde, de la cabeza a los pies, con el atuendo de guarachero que Hollywood, en tiempos de Carmen Miranda, adaptara del carnaval carioca y la rumba flamenca, de la que Jagger es admirador, en particular de Camarón de la Isla, a quien “una vez se le apareció  por el hotel en el que se hospedaba con la intención de cambiar sus calzoncillos para que se le pegara algo”, en palabras de Manuel Bohórquez Casado extractadas de su libro “A palo seco, veinte años de crítica flamenca”. Según Sandro Romero Rey, conocedor como ninguno otro de la obra de los Stones, “Barreto y Jagger tocan juntos en el corte final de la cara A del álbum ‘Metamorphosis’”. Para Ned Sublette, autor de  “The Kingsmen and The Chachachá”, la inclusión de las congas así como del percusionista ghanés Rocky Dijon en la estructura de “Sympathy for the Devil” fue determinante, pues “dio vida a un canto en principio fúnebre, y por lo tanto aburrido”.

Y también como entender, desde luego, aquellas visitas que Jagger efectúa a bares “salseros” en ciudades “salseras”. Una rutina que por ahora, faltando datos de otros municipios como de establecimientos nocturnos, se remonta a los martes latinos del Soundscape, una inmensa bodega con la música de vanguardia que existió en  Nueva York, en donde durante casi tres años, empezando los ochenta, los hermanos González, Andy y Jerry, lideraron sus descargas en las que alternaban los más grandes del jazz latino, empezando por Tito Puente, Paquito D´Rivera y Arturo Sandoval, y finalizando con Celia Cruz y Chick Corea, según revelación de Jerry en entrevista publicada en junio de 2001 por Michel Rolland para los Cuadernos del Jazz, y de acuerdo también con la información aleatoria que navega en internet. Por cierto, allí, en Soundscape, se materializó aquel álbum, ya clásico, “Ya yo me curé”, con el que Jerry nos impresionó en 1979. Y fue allí, según el propio González donde visualizó a su Fort Apache Band, además de conceptualizar aquellas dos maravillosas producciones: “The River is Deep” de 1982 y “Obatalá” de 1988, grabadas durante los festivales de Berlín y Zurich respectivamente, que reviven aquellas noches del Jagger hechizado por la magia de tanto monstruo de la música en aquel Nueva York de edificios en llamas, ya separado de Bianca, su esposa nicaragüense, la ex modelo quizá responsable de su aproximación a la música latina.

O como aquella visita que Jagger en el año 2000, estando en Cartagena de Indias, efectuó a Quiebra Canto, la “salsoteca” cuyo origen se halla en el bogotano barrio Las Aguas, en un local de una casucha, otrora tienda ubicada al costado izquierdo de la estatua de La Pola, activista en su tiempo por los derechos humanos como ahora Bianca lo es, donde entre añejos sones cubanos que nunca pasaran de moda y novísimas trovas entonadas por Silvio y Pablo, y cuando la salsa neoyorquina incendiaba la noche, el pinchadiscos caleño soltaba “Satisfacción”, anunciando que los Stones también tendrían un lugar en la rumba salsera “quiebracantera”, y presagiando que algún día el Caballero de la Corona Británica sería una de las celebridades que pisarían la prestigiosa marca. Como aquella madrugada de aquel lunes de enero del 2000, adonde arribó acompañado de Enrique Santos Calderón, el hermano del presidente, una de los pocas personas que sabían quien era aquel anciano registrado en el hotel Santa Clara con el nombre de un árbol hermosamente florido propio del trópico, pero a su vez titulo de una fundación inglesa que atiende infancia africana desamparada, así como nomina al festival creado por el irreverente John Cage, y como si fuera poco fuera el aviso en la puerta de la taberna en Liverpool que catapultó a Los Beatles. ¡Polisemia a la enésima potencia!

Jagger como John Jacaranda, sin aún saberse a plenitud que era el mismísimo Jagger, arribó al Quiebra bajo un sombrero claro y una camisa hawaiana, luego de escuchar al grupo de son que animó su cena en el Vitrola Bistro Bar, colegas a quienes escuchó y observó con respetuosa y admirable atención desde el compás inicial, girando su asiento para jamás darles la espalda. Cenada la comitiva, salió cuando aún transcurrían las primeras horas de la noche a Tu Candela, pero Sir Michael Phillip Jagger no estaba para escuchar “música internacional” como la ofrecida por la discoteca del Portal de los Dulces, quería escuchar salsa, conducta que semejante exteriorizaría en La Habana en octubre de 2015, cuando abandonó el Shangri La, el restaurante discoteca asistido por los hijos de los nuevos ricos del socialismo cubano, los descendientes de los burócratas custodiados por agentes de la seguridad estatal que merodean el sector, para dirigirse hacia un lugar donde disfrutar de la nueva música cubana, enrumbándose al oeste a un salón animado por Bamboleo, una de las bandas líderes de la escena timbera. En verdad Su  Divina Majestad quería escuchar salsa auténtica, esas descargas infinitas como las programadas por Shaka y Mañe en el sitio de Manosalva, quien por encontrarse paseando por Italia no pudo conocer en su bar a Jagger, como tampoco Matallana, el administrador del Quiebra bogotano, encargado entonces del local cartagenero estando residenciado en el piso superior, hasta donde ascendió su hija a contarle quien se encontraba abajo, pero Ismael, incrédulo, suponiendo que era una broma de Diana prefirió continuar acostado. Entretanto Jagger, creyendo todavía que presencia era anónima, vestía las mismas prendas con las que algunos transeúntes en la tarde lo habían desenmascarado caminando las amuralladas calles acompañado por una mujer rubia, seguido con discreción por un guardaespaldas que transitaba lento, siendo escoltados a una velocidad ídem por un Mercedes Benz verde.

- ¡Viste ese tipo, se parece a Mick Jagger!, exclamó más de un turista.

“¡Aquí hay gato encerrado!” se dijo Ensuncho de la Bárcena, escriviviente de la crónica “Yo vi a Mick en Cartagena”, hallándose casualmente en el pasillo del hotel aquel día del arribo de Jagger y siendo testigo a su vez de una agitación fuera de lo común que lo puso avizor. El causante era un anciano blanco con aspecto europeo, hippie y juvenil, extremadamente delgado, quien vestía camisa desteñida de mezclilla roja, morral de espalda agarrado por la mano derecha, jean negro y sandalias, y quien era recibido por una avanzada del personal administrativo y de servicios del hotel encabezada por el gerente. “¡Qué tipo tan arrugado!” pensó. “¡Este señor se me hace muy conocido! ¿Acaso no es Mick Jagger?” Tuvo tiempo hasta para evocar a Caicedo, el caleño que reinventó su ciudad. “¿Qué hace aquí? ¡Si aquí bajaron a gritos a Fito Páez para pedir que subiera Diomedes Díaz!”. Entonces Ensuncho, tras observar todo el protocolo se dirigió a la recepción para preguntar con toda discreción al conserje, “¿Ese que acaba de llegar es Mick Jagger?”. “¡Si, es el señor Jagger, todos estábamos a la espera!”, le contestó olvidando el falso registro. 

¿Cómo esperando a Godot? 

Era un entramado distinto en todo al que el mítico cantante viviría en La Habana, donde toda la capital, como el mundo entero, fue enterado por los medios de la presencia del dios del rock mundial, quien acompañado por uno de sus hijos prefirió trasladarse a donde tocaba Bamboleo, la banda del “Yo no me parezco a nadie”, que asistir al Maxim Rock, el templo del rock habanero donde impacientes lo esperaban los rockeros de la ciudad que detestan la salsa, para proseguir posando con su camisa desabotonada, despejado, obsequiando autógrafos, como en febrero de 2006 en el Niuyorrican Café de San Juan, según el relato de Óscar Serrano: “Tras llegar a la isla el jueves por la noche con el resto de su banda, no perdió tiempo y se fue a janguear en el Viejo San Juan hasta la madrugada. Jagger, de 62 años, se paseó por las calles adoquinadas hasta parar en el Niuyorrican Café a eso de las 2:30 de la madrugada, se sentó en una mesita a la derecha de la tarima, saludó a los que se le acercaron, exhibiendo su ‘gran sonrisa libidinosa’, según una testigo. En un momento, y cuando los músicos en tarima tocaban un ritmo intenso de batucada, se quitó su camisa y rompió a bailar junto con el público veintiañero que usualmente abarrota el lugar, rodeado de muchachas tomó algunos tragos y hasta conversó con los que se aventuraron a sentarse en su mesa”. Performance que repitió, pero sin quitarse el camisón, en el Quiebra, donde permaneció casi dos horas, siendo “jaggerístico”, moviendo sus piernas, brazos y caderas al ritmo de las interminables descargas de Julio Gutiérrez, como cuando Watts le marca los golpes en los parches de la batería, "cuando se hace imposible despegar los ojos del hombre reptil del rock planetario".

Al día siguiente Jagger en su suite pasaba su resaca, cuando ya su fanaticada se aglomeraba una vez más al frente del hotel a esperar su salida y su saludo. A ella se sumaban los amigos de Ensuncho, quienes prevenidos intentaban confirmar el chisme, pese a que en el Centro Histórico es “natural” toparse con personalidades del “jet set”, temerosos a traspasar la inmediatez de los extramuros, los que Bianca sin complejo alguno hubiese superado. Pronto, la murmuración se transformó en confirmación, atravesada por la suspicacia y la “mamadera de gallo” tan afín a la idiosincrasia de los paisanos de García Márquez. Uno de los hinchas, sobresaltado hasta más no poder, exhibía un papel con algo escrito, un saludo junto a un autógrafo que según él había obtenido gracias a un empleado con acceso al aposento privado. Cuando los fans, tan sobrexcitados como aquel, revisaron lo escrito, ¡vaya sorpresa!, desembucharon, describe Ensuncho, con una caligrafía casi impecable, un: “Con mucho gusto, Juan Pérez”. Desde el más allá, Héctor Lavoe, el verdadero Juan Pérez, mediado por algún diablillo, le había jugado una de sus bromas al entusiasta de Sir Mick Jagger.

Transcurría ya el día tercero de la fecha que El Hombre Hicotea descubrió a Jagger, y desde aquella tarde que reveló, en una esquina, a algunos de sus colegas sentados alrededor de unas frías, con el Joe al fondo, a quien había visto en el Santa Clara. Fue entonces, cuando el corresponsal del diario más leído de la Costa, entre jodedera, un “déjame tranquilo” y "un tómalo con suavena", atinó a preguntar “en costeño”: ¡Eché! ¿Y quién carajos es Mick Jagger?


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