Fernando
España
El arte nace del dolor,
y la música es un refugio...
Chiqui Tamayo
Gabriela fue la primera niña bogotana en bailar con Los Van Van en
Bogotá, a no ser que durante el debut de la banda de Juan Formell en el Teatro
Libre, el 31 de marzo de 1995, haya estado entre las asistentes, en cualquiera
de las dos funciones que apoteósicas en esa fecha se realizaron, una menor como
ella, quién, el jueves 9 de octubre de 1997, cuando gozaba de sus doce primaveras, fue invitada por Pedrito Calvo a integrarse a la delantera, junto a
Mayito, durante un par de temas. Consecuencia de la amistad surgida en horas de
la tarde caminando el centro de la ciudad. Y debido a que yo sería el presentador
del concierto en el Palacio de los Deportes, por invitación de Carlos Adolfo
González, quién tras bambalinas pasaría una angustia semejante a la padecida
por el suicida antes de acometer su acto terminal, pues las cifras no
alcanzaban para cancelarle a Américo Miranda su osadía de traer a Juan Formell,
y su muchachada, sin solicitar un adelanto a los 6.000 dólares por la actuación
de la orquesta que representaba, creyendo sólo en la
palabra del director de la Corporación Nuevo Milenio, brazo derecho de Casa de
Citas.
Para 1997 eran contadas “con los dedos” las personas que conocían a Los
Van Van, pese a que los inventores del songo cumplían veintiocho años de
existencia, y a que salsotecas como Salomé Pagana y Sonfonía, y emisoras como
Javeriana Estéreo y U.N. Radio, los programaban con cierta regularidad. Y a que
obras como Por encima del nivel, rebautizado Sandunguera por los bailadores, y
Aquí el que baila gana, eran “himnos” junto a clásicos del son como salseros.
Quizá, por este motivo, Carlos Adolfo se la volvió a jugar, tal como entre 1994
y 1995 había producido el álbum Privilegio de Edy Martínez, disponiendo de las
cesantías de sus trece años como empleado del Banco Popular. Ahora, en 1997,
para alquilar el Palacio de los Deportes, adquirir los pasajes de ida y vuelta,
solventar el hospedaje en el Hotel Bacatá, sufragar la promoción en medios y
prensa y cubrir el montaje en general, vendió el apartamento, el patrimonio de
su familia. Una sinverguenzura que le costó más de un jalón de orejas de su esposa Luz
Mery Ujueta, madre de sus dos hijas, las hermanas mayores de Emiliano y contemporáneas
de Gabriela, quién por entonces era la fanática vanvanera número uno en
Colombia.
Era tal el apasionamiento de Gabriela por Los Van Van que a diario, una
vez llegaba del colegio, ponía sus discos en el equipo de sonido, los mismos
cortes, más otros, que escuchaba los fines de semana en Sonfonía, cuyo local
quedaba debajo de nuestro apartamento. Era tanto su entusiasmo, que una vez
enterada que vendrían a Bogotá, me pidió conocer sus ídolos. Lo que yo no sabía
era que mi hado me tenía reservado un honor, ser invitado por Carlos Adolfo a
ser el presentador del evento, facilitando el deseo de mi hija, quién desde el
miércoles, muy temprano, se preparó para no asistir al colegio, y si acudir
conmigo al hotel, Una vez allí hallamos sentado en la sala de recepción a Pedrito
Calvo, a quién saludamos, dándole la bienvenida a Bogotá, contándole de nuestro
gusto por Los Van Van, y aprovechando para informarle que yo sería el
presentador. Amigados decidimos salir a caminar, no sin antes invitarlo a
almorzar. Nos expresó que quería probar comida criolla. Se me ocurrió invitarlo
a un estrecho restaurante de comida del Pacifico ubicado en el barrio La
Candelaria, asistido por mí con cierta frecuencia. Emprendiendo marcha
saludamos a Gary Domínguez, deseoso de conversar con Américo. Quería llevar a
la Feria de Cali a Los Van Van. Una vez afuera, ya en la Avenida 19, enrumbamos
hacia el restaurante, donde presentamos a Pedrito a los dueños y comensales, en
su mayoría afrodescendientes, extrañados de quién podría ser ese watusi con tremendo bigote, cercano
al metro noventa de estatura, atada su cabeza a una pañoleta roja, como la lucida
por los piratas en las películas sobre el Caribe, bajo un sombrero claro, y
ataviado con camisa amarilla y pantalón azul, y para más curiosidad, acompañado
de una niña “blanca” y un hombre “blanco”, cachacos en apariencia y disonantes
de cara a su excéntrica figura.
Ubicados en el primer piso, menos angosto que el “mezzanine”,
conversamos sobre todo y de todo, en particular de la deliciosa comida de mar
que disfrutábamos. Almorzados proseguimos nuestra caminata motivada por la
confianza generada por la comida. Ante el buen número de vehículos que
transitaban las vías del Centro, Pedrito le reveló a Gabriela que en La Habana
tenía un automóvil descapotado que era muy famoso, debido a que sobre el
sobrescribía el nombre del tema suyo que estaba de moda. Imaginé a los miembros
del Sexteto Boloña recorriendo la carrera Séptima en los años veinte.
Alcanzamos San Diego. Cerca estaba la oficina de la Corporación Nuevo Milenio.
Nos dirigimos hacia allá, pero cuando íngresábamos al edificio manifestó que
él prefería seguir conociendo la ciudad. Sin saber “cómo y cuándo” caminábamos
las vías de los tradicionales barrios Teusaquillo, La Soledad y Palermo,
encontrándonos casualmente frente al edificio donde residía Alberto Littfack.
Quizá, por el cansancio, eran casi las cuatro de la tarde, acordamos timbrar al
apartamento del matrimonio propietario de Galería Café Libro, no sin antes
revelarle quién podría ser el anfitrión en caso de encontrarse. Una mujer se
asomó a la ventana, a quién hicimos saber quiénes éramos. Un segundo después
Alberto se apareció tras el vidrio. Creo que para confirmar. La puerta se
abrió, y seguimos para ascender al segundo piso. Saludamos a Los Monos,
relacionándolos con Pedrito, quienes nos invitaron a continuar a su sala, en
cuyas paredes estaban colocados un buen número de cuadros de reconocidos
pintores colombianos como Saturnino Ramírez, cliente también de Sonfonía, cuya
obra “billarista” fue durante un rato objeto de la conversa.
Allí permanecimos casi cuatro horas, mientras al fondo se escuchaba la
música programada por Javeriana Estéreo, interrumpida ocasionalmente por las
cuñas de la Corporación Nuevo Milenio que invitaban al concierto de Los Van
Van. Aproveche para llamar a Carlos Adolfo para preguntarle sobre alguna
novedad. Preocupado me reveló que la venta de boletería en los Almacenes La
Música era escasa. Qué colaborará llamando a los amigos en las emisoras para
que ayudaran con cualquier nota o entrevista pese a haberse realizado la
conferencia de prensa el día anterior. Asunto que emprendí telefoneando a los
periodistas conocidos que pudieran auxiliar con urgencia. Valga contar que para
esa época, aún no estaba masificado el uso de la telefonía móvil. Ya, sobre el
momento de salir, requerimos un taxi para dirigirnos al hotel, donde dejamos a
Pedrito. Allí nos encontramos una vez más con Gary, con quién nos trasladamos a
Chapinero. El caleño con rumbo a Raza Latina, su taberna, y nosotros a nuestro
apartamento para descansar, donde nos esperaba Miriam, mi pareja, habanera de nacimiento.
Ansiosos nos acostamos, esperando la llegada del jueves que veríamos en vivo y
en directo a Juan Formell y Los Van Van, la banda que paulatinamente desplazaba
a la Sonora Ponceña en el gusto de los asistentes a Sonfonía.
Aquel 9 de octubre, Gabriela tampoco asistió al colegio, quedándose con
Miriam para más tarde juntas arribar al Palacio de los Deportes, pues Carlos
Adolfo me había encargado que estuviera temprano para acompañar el montaje
iniciado el día anterior, siendo testigo de cómo una mezcla de ansiedad y
esperanza hacía mella en la melómana fantasía de mi amigo, un convencido en
actualizar a los bogotanos en la nueva música cubana, en especial a los
salseros, enclaustrados en la vieja guardia cubana como anclados en la salsas
neoyorquina y portorriqueña. Entreveía a Fitzcarraldo escuchando la voz de
Caruso emitida desde un fonógrafo sobre el techo del vapor, navegando aguas
arriba el Rio Ucayali, obsesivo por construir un teatro como la Scala de Milán
en plena selva, para así atraer a las mejores voces del bel canto, costará lo
que costará, incluso transportando un barco completico por encima de aquella
colina que a manera de istmo, incomunica a los ríos Madre de Dios y Beni.
Alguna vez, escuchando a la Fania All Stars, Gabriela me espetó: “¿Papá porqué
aún escuchas esa música para viejos?” Atónito yo, en mis treinta, nunca había
considerado que las sonoridades de mis idolatradas Estrellas fuera cosa de
viejos, pues los sentía como contemporáneos. En realidad, las promocionadas
producciones de Fania Records eran simultáneas con la existencia de Los Van
Van, sólo que favorecidas por el bloqueo comercial al que Estados Unidos había
sometido a Cuba desde los sesenta, impidiendo que conociéramos a tiempo, cada
año, cada nuevo álbum de la revolucionaria agrupación. Ahí, la razón de la
percepción enquistado en nuestra conciencia. A Gabriela, los artistas de Fania
le parecían de la época dorada de la Sonora Matancera, de los tiempos de su
abuelo, mi papá, en cambio Los Van Van los percibía como suyos, de su
generación.
Al llegar la noche, Carlos Adolfo en el Palacio de los Deportes daba
muestras de su agitación. “¡Oh Zeus! ¿Cuáles son tus planes para conmigo?,
recuerda que dijo Esquilo. Afuera del escenario deportivo se veía poca
asistencia, la venta en los Almacenes La Música era fatal y el recaudo
en las taquillas era crítico. Cada segundo operaba sobre nuestro amigo como
aquella gota de agua fría golpeando la frente del reo puesto boca arriba.
Impotente, estaba a punto de un paro cardíaco. Iba y venía entre las sillas,
las taquillas, los camerinos y la tarima, relatándome de todo cuanto pasaba.
La orquesta de Juancho Torres tocaba sus porros abriendo el concierto. “Sino se
completa la plata, Américo no deja iniciar a Los Van Van”, me manifestaba cada
rato. Para rematar, Gary informaba que Formell la pasaba mal, indigesto,
secuela de un ajiaco. Gabriela ya estaba conmigo. Miriam momentos antes la
había pasado superando la valla que separaba al público. Una vez arriba,
en verdad el Palacio de los Deportes se veía vacío, se sentía frío.
Silbidos se oyeron provenientes de vanvaneros impacientes con la superorquesta
del músico cordobés, quién en Londres amistó con Phil Collins mientras
trabajaba como mesero en un restaurante. Nuevamente Carlos Adolfo pasó apresurado
destino a la improvisada oficina donde se encontraba Américo. Seguro portaba
otros 200.000 pesos. Pedrito conversaba con Gabriela, quién lucía un vestido
verde pleno en flores grabadas. Y nuevamente Carlos Adolfo desfiló corriendo
hacia la taquilla siendo milagrosamente consultado por Ricardo Polo con su acento costeño: “¿Carlos, hay boletas aún o las compró a los revendedores?” “¡Ricardo, por favor, no me
vayas a hacer ese daño!”, dizque le imploró con algo de regaño. “Necesito
efectivo para acabar de cancelar los 6.000 dólares, de lo contrario Américo no
deja iniciar a Los Van Van”. Ricardo compraría cuatro boletas, empezando una
campaña para que los escasos asistentes aún sin ingresar, adquirieran las
boletas de 15, 20 y 25 mil pesos aún en oferta, salvando en parte el concierto
que apenas alcanzaría los mil espectadores, entre los que reconocí a numerosos
clientes de Sonfonía.
Con el dinero recaudado en las taquillas del Palacio de los Deportes, finalmente Carlos Adolfo, el quijote que puso a Chucho Valdés a empujar por las céntricas calles bogotanas su destartalado Lada modelo 92, atravesó veloz con los doscientos mil pesos que hacían falta para completar el pago a Américo. “Chico, con el dinero de mis dos conciertos te vas a comprar un BMW último modelo”, le había quizá profetizado el pianista en mayo de aquel mismo año sudando la” gota gorda”, mientras empujaba ese vetusto automotor venido de la antigua Cortina de Hierro. El semblante del papá de Ana María y Laura era otro ahora. La actuación de Los Van Van era realidad, superando al trauma ocasionado en la víspera del primer Salsa al Parque, cuando fueron reemplazados en ese mismo año por la Orquesta Original de Manzanillo, temporalmente radicada en la capital. “Y pensar que tuve que ir hasta Cienfuegos para negociar con Américo”, me confesó Carlos Adolfo, quién dos años después, el 18 de noviembre de 1999, volvería a padecer la inexorabilidad de su sino vanvanero, esta vez en un colmado Teatro Jorge Eliécer Gaitán, donde el alborozo duró apenas dos minutos, pues la energía se fue de uno de los principales escenarios de Colombia, un transformador se había quemado en la calle, para volver dos horas después, cuando ya no quedaba sino un solo espectador: Crisipo de Soli.
Con el dinero recaudado en las taquillas del Palacio de los Deportes, finalmente Carlos Adolfo, el quijote que puso a Chucho Valdés a empujar por las céntricas calles bogotanas su destartalado Lada modelo 92, atravesó veloz con los doscientos mil pesos que hacían falta para completar el pago a Américo. “Chico, con el dinero de mis dos conciertos te vas a comprar un BMW último modelo”, le había quizá profetizado el pianista en mayo de aquel mismo año sudando la” gota gorda”, mientras empujaba ese vetusto automotor venido de la antigua Cortina de Hierro. El semblante del papá de Ana María y Laura era otro ahora. La actuación de Los Van Van era realidad, superando al trauma ocasionado en la víspera del primer Salsa al Parque, cuando fueron reemplazados en ese mismo año por la Orquesta Original de Manzanillo, temporalmente radicada en la capital. “Y pensar que tuve que ir hasta Cienfuegos para negociar con Américo”, me confesó Carlos Adolfo, quién dos años después, el 18 de noviembre de 1999, volvería a padecer la inexorabilidad de su sino vanvanero, esta vez en un colmado Teatro Jorge Eliécer Gaitán, donde el alborozo duró apenas dos minutos, pues la energía se fue de uno de los principales escenarios de Colombia, un transformador se había quemado en la calle, para volver dos horas después, cuando ya no quedaba sino un solo espectador: Crisipo de Soli.
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